Amelia era el tipo de mujer que todos detestaban.
Tenía
la nariz chata y los ojos casi negros, sus pestañas podían elevarse hasta sus
poco pobladas cejas y sus labios siempre mantenían un rojo sangre. Le gustaba
salir en las noches a caminar, quedarse encerrada en su casa toda la mañana y
en la tarde de los fines de semana la veías bañando a su gran gato. Era
alta y vestía raro, o eso decían los vecinos. Vivía
sola, porque su madre había muerto antes de que la luz de halloween tocara las
ventanas y nunca jamás se volvió a notar una sonrisa en su cara.
Era viernes treinta de Octubre y Amelia despertó como de costumbre a las
ocho de la mañana. Y
fueron transcurriendo las horas. A las nueve de la noche se puso un gran abrigo y salió a
caminar. El reloj marcaba las once, y el gran gato miraba las manecillas estáticamente.
Las doce y las campanas del viejo reloj se hicieron oír.
-¿Que es lo que deseas este año Amelia?
-Nada, no quiero nada.
-Tienes un compromiso conmigo, debes cumplirlo.
-Entonces, quiero que la mates.
-¿Ahora quién es?
-A mi vecina, la que me observa raro cuando compro mis discos.
-De acuerdo, esta misma noche lo hare.
-Si, como digas. Adiós.
-Adiós Amelia.
Amelia abrió el cerrojo y el gran gato aun miraba las manecillas del reloj.
Cuando se oye el estruendo de la puerta el gran gato voltea su rostro hacia
Amelia.
-¿Con quién hablabas?- se oye la voz del gran gato.
-Tranquilo Lucifer, solo era tu hermano.